Egoísmo hacia el resto de españoles y egoísmo hacia los menos favorecidos de sus habitantes. Egoísmo hacia los que fueron a trabajar y vivir a esos dos territorios desde el resto de las regiones de España y que les permitieron estar al frente y en vanguardia de las inversiones y del desarrollo industrial, ya fuera con la Monarquía, con la Dictadura o con la Repíublica. El egoísmo es una de las características inmutables en todos los nacionalismos radicales, una forma de querer estar por encima del resto, de querer avanzar sobre las desigualdades que provoca y de las que se alimenta.
Rencor histórico alimentado desde sus propios poderes públicos, rencor que han trasladado las élites al resto de la población para convencerlas de unos agravios inexistentes. Tanto los privilegiados del País Vasco como los de Cataluña convirtieron su proclamado rencor en un arma de destrucción hacia la “madrastra España” que les llevaba siglos sojuzgando. El rencor basado en muchas mentiras, en muchas versiones. Da igual que lo proclame la izquierda que la derecha, que lo encarne Arnaldo Otegui o Carles Puigdemont, los dos y los que les siguen han re escrito la historia de la forma y manera que más les conviene, faltando a la verdad sin molestarse en los datos.
Unos y otros, con participación activa de la otra izquierda que se siente acomplejada y culpable como es el PSOE y las distintas versiones del antiguo PCE, se empeñan en romper con los gruesos lazos de historia común que han permitido a España estar entre los mejores países del mundo. Hoy, están utilizando el lenguaje nacido para el entendimiento y la concordia como un arma más de distanciamiento. Abjúranos del “español” y lo convierten en el “castellano”. No les importa que sea el vehículo de comunicacíón de más de doscientos millones de personas y que siga creciendo. Les da igual. Prefieren destruir antes que construir.
Los errores, numerosos errores que han cometido los gobernantes de España durante varios siglos, las humillaciones de los ricos terratenientes hacia los pobres aparceros, de los ricos industriales hacia los obreros, de las trampas financieras hacia los que carecían de esos instrumentos, tan adulterados como injustos, no se combaten con el independentismo. Si en Euskadi y Cataluña llegaran a la independencia - a costa de un enfrentamiento civil que nadie desea - las injusticias se mantendrían a menor escala pero sobre la misma base. Con un añadido aún peor: sus territorios serían más vulnerables a las exigencias externas, a la fuerza de las grandes compañías de la globalización, a los arbitrios de las grandes potencias. Podrían ser más independientes de España pero mucho más dependientes de Estados Unidos, China, India… de los naciones con más unidad interna y mayor capacidad de conseguir que sus ciudadanos se sientan partícipes de un futuro en común.
Casi ocho millones de catalanes y más de dos millones de vascos van a decidir el camino que quieren seguir. Si los últimos resultados electorales autonómicos desde hace 40 años se mantienen, al igual que las encuestan con las que nos machacan cada día, las dos terceras partes de los votantes en esas dos Comunidades van a apoyar a los partidos independentistas, por aquellos que quieren abandonar el futuro en común con el resto del Estado para avanzar en solitario. Tendrán y tienen el derecho democrático a opinar y votar en razón de lo que piensan. Es seguro que se equivocarán y lo descubrirán más pronto que tarde. Les habrán engañado una vez más. Sin ser conscientes de ello serán un ejemplo de egoísmo y rencor. Dos mentiras que sus dirigentes mantendrán escondidas en millones de palabras sobre sus historia.