Dos días de debate, una votación y 179 votos a favor y 171 en contra. Pedro Sánchez ya es presidente de nuevo pese a que su partido, el PSOE, sólo tenga 121 escaños en el Congreso. Un éxito que lleva repitiendo desde junio de 2018 cuando ganó la moción de censura contra Mariano Rajoy. No ha habido sorpresas. Ninguna. Lo previsto desde el resultado final de las elecciones generales del 23 de julio. “Cada mochuelo a su olivo”, por usar uno de esos refranes más populares. Cada dirigente que ha intervenido ha defendido sus intereses, mirando hacia el interior de sus casas.
Seguimos en la dos viejas Españas, con caras diferentes, pero con las mismas características. Han vuelto a ser más agresivas y más vengativas, pero conservan lo mejor y lo peor de sus genes. Lo que unos ven como progresista, otros lo ven como dictatorial; lo que unos defienden como opción de futuro, otros lo interpretan como regreso al pasado. Sánchez va a estar “vigilado” por sus socios de investidura, de la misma forma que lo va a estar Núñez Feijóo en su papel de líder de la oposición.
El presidente va a formar su nuevo Gobierno de coalicción con el Sumar de Yolanda Díaz y seguirá contando con los apoyos más o menos estables, duros, oportunistas, personalistas y lógicos del Bildu de Arnaldo Otegui, del PNV de Aitor Esteban, del Junts de Miriam Noguera, de la ERC de Gabriel Rufián, del BNG de Nestor Rego y de la CC de Cristina Valido. Cuatro años que van a ser muy duros, a cara de perro, cargados de trampas políticas, jurídicas y económicas. Por si existen dudas, miremos lo que está pasando en estos días. Se entiende la lucha de los partidos, no se puede trasladar a las amistades de años, a las familias. No se puede recurrir a la calle. Se puede y se debe recurrir al Derecho, con mayúscula. El camino no puede estar lleno del monopolio de la bandera, ni de los cristales rotos. Debe pasar por los juzgados, incluso por los europeos si fuese necesario.
El socialismo de Pedro Sánchez es el que hoy representa al PSOE, al igual que lo hizo el de Felipe González o el de Rodríguez Zapatero, les guste mucho, poco o nada a los que fueron todo y hoy ya no son nada en ese partido. De la misma forma, el Partido Popular de Feijóo no es el de Fraga, ni el de Aznar, ni el de Rajoy, ni el de Pablo Casado. Se parecen en algunas cosas y se diferencia en otras. Así pasa con los partidos independentistas de derechas y de izquierdas. Entre todos han formado una España transversal en lo político, tal y como se comprueba en los pactos autonómicos y municipales que han surgido tras los comicios de mayo. Y como se comprobará en las próximas elecciones en Euskadi y Galicia. También en las europeas. Más meses de tensión y de desgaste de la España real.
Si Feijóo marcó los límites de la dureza y de lo que quiere el PP que sea la Legislatura, empleando todo el enorme poder que tiene en el Senado y en once Comunidades Autónomas, se ha encontrado con que le han pasado por la derecha y a toda velocidad el Vox De Santiago Abascal y la UPN de Alberto Catalán. En ese lado está una gran parte de la derecha española pero no toda, afortunadamente; como tampoco está en el lado de Śánchez y Díaz toda la izquierda, afortunadamente.
Comienza un camino para España que huele a viejo y que debería ser nuevo. Tiempo al tiempo y con un papel muy determinante para los medios de comunicación en general, que no están, no estamos, representados ni en el Congreso, ni en el Senado, pero que desean ejercen y ejercen un poder que se ha pervertido, que ha pasado de la crítica necesaria al poder en general y al gobierno de turno en particular, a convertirse en parte de ese poder.