En España se vivió durante la II República con los herederos de la Segunda y Tercera Internacional. Ochenta años después ahí siguen, con olvido de las consecuencias que tiene la división, por un lado, y la ideología a ultranza, por otro.
Primero fue el PCE que mantuvo la lucha contra la Dictadura, del que se desgajaron formaciones que ahora afloran por debajo de la piel de Podemos como eran el PCE-R, el PCML, la Liga, el PT, la ORT... hasta el hermano catalán del PSUC.
Barridos por el socialismo de baja intensidad de Felipe González en las elecciones de 1977, sus dirigentes emigraron a otras formaciones, incluyendo el PSOE, o a sus trabajos profesionales. Se fueron pero no olvidaron sus principios ideológicos. Ni su pasión por la política. Se limitaron a cambiar de piel.
Llegó el 15M y con esa “lluvia revolucionaria” resurgieron con nombres distintos, pero con un “abono doctrinal” muy parecido, desde el marxismo hegeliano más ortodoxo al olvidado leninismo pasando por el inevitable Gramsci, el también inevitable Balibar y sus “alumnos” iberoamericanos, el argentino Spilimbergo y el chileno Recabarren, encargados de trasladar los “textos sagrados” a una realidad tan distinta y alejada de la Europa capitalista y desarrollada como es la de los países encajados entre los golpes de estado de Pinochet y Videla y los “interpretes” populistas del Ché y Castro como Hugo Chavez y Daniel Ortega. El coctel con el que alimentar a los aguerridos profesores de Ciencias Políticas de la Universidad Complutense.
Con esa sucesión de “pieles marxistas” Iglesias, Errejon, Monedero, Belarra y Montero elaboraron las diversas corrientes que habitan en Podemos con sus estrategias de asalto al poder. Y cuando lo tienen y acarician sufren las mismas catarsis que el resto de sus partidos hermanos: el realismo de los Presupuestos y los sillones les han hecho mirar con los ojos de la socialdemocracia a aquellos a los que querían liberar del yugo capitalista.
El mejor de los espejos en los que se podían mirar tanto Pablo Iglesias como Iñigo Errejón, tanto Ada Colau como “Kichi” es el de Alexis Tsipras y su formación Syriza, nacidos ambos para oponerse a la Europa de Bruselas, el Banco Central y el FMI, para impedir los recortes brutales de la intervención financiera que se les habían impuesto por las actuaciones “delictivas” de los anteriores gobiernos de la derecha helena, y que terminaron en una catarata de derrotas en todo el territorio griego.
Previsiblemente los mismos o parecidos principios y deseos estratégicos llevarán a una previsible derrota del “partido hermano” de Podemos en las elecciones municipales, autonómicas y generales del próximo año, sin que se pueda poner en la misma balanza al griego Mitsotakis y al gallego Feijóo.
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La segunda imagen que les debería hacer reflexionar a todos ellos, a los “viejos” fundadores y a las nuevas ambiciones es la del sexteto que encabezó su primer Congreso en la madrileña plaza de Vistalegre: Luís Alegre, Carolina Bescansa, Juan Carlos Monedero, Tania González, Pablo Iglesias e Iñigo Errejón. Aquella imagen ya hace mucho que no existe. Como en la serie cinematográfica de “Los Inmortales” sólo podía quedar uno y así ha sido.
Iglesias se quedó con el santo, la peana y la limosna. Sin ser santo, con la peana cada vez más pequeña y esperando que desde el PSOE de Pedro Sánchez le dieran la recompensa de cinco puestos en el Gobierno a cambio de los votos de sus 35 diputados.
Una de las desventajas del marxismo frente al liberalismo cuando se trata de llevar a la práctica los ejes básicos de las doctrinas es su falta de flexibilidad. Concebido bajo el prisma de una religión necesita de los mismos elementos que tiene ésta, comenzando por la fe y un poder piramidal de arriba abajo que se articula por la voluntad del que “manda” y no por ningún sistema de elección democrática.
Conjugar la voluntad de las bases con las decisiones del núcleo dirigente siempre es tan difícil que termina subordinando la primera al segundo.
Un escenario en el que los mismos que propugnaban el acatamiento a la soberanía de los iguales pasan a reivindicar sus posiciones de poder cuando acceden a él y quieren conservarlo. En ese “camino de Damasco” afloran las traiciones, las deserciones, los complots y las guerras civiles. Con un mismo final, que es la derrota de los principios y los sueños de los protagonistas. Y la decepción y desilusión de la parte de la sociedad a la que se dirigían, que les da la espalda cansados del espectáculo.