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Días de acoso (¿y derribo?) para la Corona

La Corona, la institución más valorada por los españoles hace apenas tres años, está en caída libre en las encuestas. Y el panorama, con el juicio pendiente a Iñaki Urdangarín, la promesa de más correos en manos de su socio, Diego Torres, ahora dedicado en cuerpo y alma a cimentar la imputación de la infanta Cristina, el tema -que sigue coleando-de la herencia de Don Juan y los rescoldos del 'asunto Corinna', no tiene visos de mejora inmediata. Así lo reconocen hasta algunos responsables de la Casa del Rey, a alguno de los cuales, uno de los más activos y eficaces, incluso se le quiere relacionar ahora con los pagos al Instituto Nóos, de los que presuntamente se lucró el yerno del Monarca.

Un cuadro desalentador, que este domingo tenía un inevitable reflejo, acompañado incluso por encuestas, en una mayoría de periódicos, donde todas las opiniones sobre el tablero quedaban reflejadas: las de quienes creen que bastan unas cuantas reformas para que la Corona, 'esta' Corona, se consolide y las de quienes piensan que Don Juan Carlos debe abdicar cuanto antes, frente a quienes creen que aún -aún-no debe hacerlo, porque ha de dejar el trono a su hijo Felipe libre y limpio de conflictos.

La situación se complica por el aluvión de rumores de todo tipo que vienen a cubrir los huecos que deja el muro de los silencios oficiales. No existe, obviamente, un pacto entre las dos principales fuerzas políticas nacionales -bastante tienen, me dice un connotad ex dirigente socialista, con aguantar sus propios chaparrones-para consolidar la Corona y, así, nadie con el suficiente peso y relevancia sale a los medios para defenderla. A este paso, me comenta el citado ex dirigente, el 14 de abril de este año amenaza con ser la celebración más alborozada de un aniversario republicano desde que se inició la transición y se dio un consenso generalizado, comunistas incluidos, para olvidar la bandera tricolor.

Y es cierto que a los muchos errores cometidos por miembros de la Casa del Rey, comenzando por él mismo, a los numerosos dislates de una 'cortecilla' -no existe una Corte como tal en España-reverenciosa, triste y solemne, se suma ahora el cambio de la veleta de una ciudadanía que antes adoraba a sus reyes y que, de pronto, se ha caído del caballo a la luz de algunas trapisondas, de las revelaciones de una aventurera internacional que se califica 'amiga entrañable' del jefe del Estado y de las deslealtades públicas del marido --y puede que también de ella misma-- de la bienamada hija menor del Monarca. A nada conduce negar las evidencias, de la misma manera que el inmovilismo, el esperar a que escampe, puede ser contraproducente, y no solo para la Corona: también salpican todos estos asuntos 'reales' a las instituciones y a la clase política. Torno a Ahí está la controversia jurídica en torno a si doña Cristina de Borbón debe o no ser imputada por sus relaciones con las empresas de su marido.

Pienso que, más allá del enorme debate nacional acerca de si Don Juan Carlos debe o no abdicar ya en su hijo, el futuro Felipe VI, que por cierto está bastante mejor valorado en las encuestas que conocemos que su padre, se está produciendo ya un hecho irreversible: se está dando lo que yo consideraría una 'abdicación progresiva'. Las máximas representaciones corresponden ya al Príncipe de Asturias, temporalmente incapacitado -física y anímicamente-- como está el Rey para ejercer algunas de sus funciones. La agenda del Príncipe se adensa y me dicen que el nivel de sus conversaciones privadas, preocupadísimas, con interlocutores políticos, también. Vemos a Don Felipe visitar Cataluña y el País Vasco, huyendo, eso sí, de actos multitudinarios en los que pudieran producirse manifestaciones masivas de rechazo. Los discursos de Don Felipe, como el pronunciado esta semana ante los jueces en Barcelona, se analizan con lupa. Y me parece que, en general, más allá de los mentados rumores que muchos quieren aventar para, hispana cacería, deteriorar la mejor esperanza que nos queda, los ciudadanos consideran que el heredero, cuya barba encanece con velocidad galopante, está actuando con acierto.

Difícil, muy difícil, horizonte para este heredero de una institución que sigue representando a una mayoría de españoles que ven con aprensión cualquier alteración brusca en el Sistema precisamente en estos momentos en los que tantas cosas se tambalean. Pero tanto el Rey como su hijo mantienen, en general, muy cautos silencios --¿qué diría en estos momentos Don Juan Carlos si tuviese que dirigirnos a los españoles esta noche su tradicional mensaje de Navidad?--. Lo mismo que el jefe del Gobierno o el líder de la oposición, que dejan los micrófonos libres para fuerzas minoritarias que, con toda legitimidad, aunque a mi modo de ver con excesivas prisas, piden para ya pasos que supondrían un plebiscito sobre la Monarquía, o incluso el advenimiento de esa Tercera República, una hipótesis que a mí, hoy por hoy, se me sigue antojando imposible. Y, desde mi punto de vista, indeseable: no hay que dar saltos en el trapecio cuando la red se ha roto.

No es, no, el momento de los silencios y del inmovilismo, ni de los pasitos tímidos pensando que la naturaleza de las cosas vendrá a arreglar o a pudrir los problemas, sino de los avances en una buena, valiente, decidida, dirección. Que, en mi opinión particular, tan buena o mala como cualquier otra, sería ir acelerando ese pase del Rey a un papel menos protagónico -llámele usted a eso, si quiere, abdicación por tramos-y colocar a quien indudablemente ha de relevarle ya en el primer plano, junto con cuantas reformas legales y de comportamientos hayan de hacerse, que son, por cierto, bastantes. Nunca fue más imprescindible un gran pacto entre las fuerzas políticas más constitucionalistas para reformar la Constitución en pro de un reforzamiento de la misma y, de paso, de la Corona que tan buenos servicios ha prestado, en las últimas tres décadas, a España.