Dilma Rousseff, 62 años, nació en el seno de una familia de clase media, se educó en colegios privados y a los veintipocos años se alistó en la guerrilla revolucionaria para combatir a la dictadura militar. Apresada, torturada y excarcelada, Dima se convirtió al socialismo light y sobre todo se convirtió en una eficiente profesional, que primeramente le llevó a dirigir el Ministerio de Minas y posteriormente el complejo título de jefa de la Casa Civil presidencial, un cargo casi equivalente a primer ministro. Su eficiencia en el cargo, motivó que Lula se fijara en ella como su heredera.
Lula deja una herencia magnífica: el duro sindicalista se convirtió en el estadista flexible; el país ha crecido a ritmos vertiginosos (7% anual de media en estos ocho años), ha atraído a inversores de todo el mundo (España, segundo país inversor, después de Estados Unidos) y ha sacado a veinte millones de brasileños de la pobreza absoluta. La misión está inacabada: hay que abordar los altísimos niveles de la corrupción, afrontar los desafíos de la educación y trasformar un país que asienta su economía en sus recursos naturales para dotarlo de un entramado industrial. Y por lo que respecta a la política exterior, acabar con el enigma diplomático que ha supuesto la descarada complicidad de Lula con Hugo Chávez, los hermanos Castro y la política nuclear del régimen iraní.
Sobre Dilma (agnóstica, dos veces divorciada, joven abuela, con un cáncer linfático felizmente superado) se cierne la gran interrogante: si va a seguir una línea propia, si va a hacer “lulismo sin Lula”, o si va a tener sobre su nuca el omnipresente aliento de su predecesor y mentor.
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