Nadie había llegado a la Casa Blanca con tanto carisma y tanta expectación. Barak Hussein Obama había derrotado primero a Hillary Clinton para hacerse con la nominación demócrata y finalmente al republicano John McCain, con más de ocho millones de votos populares de diferencia y una ventaja en votos electorales de 365 frente a 173. El país atravesaba la crisis económica más grave desde la Gran Depresión, pero la ciudadanía confiaba en el liderazgo del primer presidente negro en su historia. Esa euforia contagiaba también a los escenarios internacionales en las postrimerías del pasado año y en los días en torno a la toma de posesión presidencial, el 20 de enero.
Aparte de su liderazgo, en su país y a nivel global, Obama se ha convertido en una celebrity. Cualquier detalle de su vida y actividad cobra una enorme dimensión: que sea el primer presidente en utilizar un teléfono móvil, los sencillos restaurantes (algún que otro “burgers&frieºs”) a los que suele acudir, su asistencia al Verizon Center para ver perder a su Chicago Bull frente a los Washington Wizars, su viaje a Nueva York para ver con su familia en Broadway el musical “Joe Turner´s Come and Gone”, cómo sus hijas Malia y Sasha tardaron una semana en encontrar un nombre –“Bo”-para ponerle al perro de aguas portugués que les había regalado Edward Kennedy , el parterre de los jardines de la Casa Blanca en el que Michelle Obama cultiva sus verduras ecológicas…
Esta dimensión de celebridad no quiere que Obama sea un frívolo. Ya desde antes de llegar a la Casa Blanca estuvo preparando el plan de choque para salvar a la economía del país. A las pocas semanas de su juramento inyectó, después de pactarlo con el Congreso, 787.000 millones de dólares al sistema financiero. Meses después, en el panorama se pueden apreciar los primeros brotes verdes, con una salida técnica de la depresión económica (dos trimestres en crecimiento).
El otro frente importante de la presidencia Obama lo ha constituido la reforma sanitaria. Era un anhelo ya de antiguo. Clinton lo intentó y fracasó. Pero no resulta de recibo que el país más poderoso del planeta deje desprotegidos sanitariamente a 31 millones de sus ciudadanos. Obama, sin embargo, lo está consiguiendo. Su reforma sanitaria ya ha sido aprobada en la Cámara de Representantes y en el Senado las perspectivas parecen favorables.
En el frente exterior, Obama ya ha fijado para 2010 la retirada de Iraq y afronta la difícil papeleta de tener que incrementar los efectivos en Afganistán, conflicto que no marcha precisamente bien. Las dificultades no faltan. Guantánamo-esa aberración de un estado de derecho, no se va a cerrar todavía como había prometido Obama. Igualmente había prometido “papeles para todos” los inmigrantes ilegales, y el propósito ha quedado aplazado con las urgencias impuestas por la crisis económica. A pesar de los brotes verdes, la tasa de desempleo alcanza el 10.20% (la más elevada desde 1983). Y algún experto asegura que si se contabilizaran los que han dejado de buscar empleo y los que se refugian a su pesar en un trabajo temporal el porcentaje de parados ascendería al 17 por ciento. Según The New York Times, “Obama ha perdido la iniciativa económica y también el rumbo en la cuestión del empleo”. Todo ello se ha traducido en una vertiginosa pérdida de confianza en Obama, con una popularidad ya por debajo de la “línea de seguridad” 50 por ciento. Una caída implacable desde el mes de julio, cuando su aprobación estaba en torno al 60 por ciento. Para Obama, que tiene su autoestima en la estratosfera, le será difícil adaptarse a su nuevo estatus.
Desde fuera de los Estados Unidos, la visión es muy diferente. Obama sigue investido de una autoridad moral que ya quisiera para sí el mismo Benedicto XVI. Sus principios en su actuación han sido el buenismo, la aproximación multilateral, tratar delicadamente a los adversarios y con rudeza a los amigos. Todo el mundo se ha rendido ante el ciclón Obama; hasta le han otorgado el Premio Nobel de la Paz por sus buenas intenciones.
Un análisis medianamente objetivo pone en tela de juicio la ejecutoria en política internacional de Obama. Todavía el presidente no ha dado un puñetazo en la mesa. Ha sido condescendiente como nadie con los adversarios. Todos los presidentes norteamericanos desde Nixon han visitado China y prácticamente todos recibieron al Dalai Lama en el despacho oval. No ha sido el caso de Obama, que ha retirado de su agenda el término “derechos humanos” que desde Jimmy Carter esgrimieron, a trancas y barrancas, todos los inquilinos de la Casa Blanca, especialmente Reagan y Clinton. Su indiferencia es total ante los asuntos relacionados con los derechos humanos y la democracia. Según Joel Brinkley, (NY Times) “democracia se ha convertido en una palabra malsonante en la Administración Obama”. Es más importante la, política del acomodo.
Para referirse a Irán ha utilizado la denominación oficial de “República Islámica de Irán” y no ha formulado ningún apoyo a las decenas de miles de manifestantes demócratas iraníes que se han manifestado contra las tropelías del presidente Ahmadineyad. Cuando Obama fue elegido, los demócratas iraníes gritaban “Ubama” (en persa “él está con nosotros”); ahora gritan “Uba unhast” (“él está con ellos”, los tiranos.)
Irán y Corea siguen con sus planes nucleares; ante los rusos cede y renuncia al escudo antimisiles pero sin contrapartidas. Obama tiene una confianza infinita en su capacidad de persuasión, pero el frente internacional le puede fallar como le está ocurriendo en su propio país. Sobre todo si sigue maltratando a sus aliados. A los gobiernos de Praga y Varsovia se les informó telefónicamente de la inminente cancelación del escudo antimisiles. Es muy difícil hacer desistir a Teherán de sus planes atómicos con ofertas de diálogo incondicional.
Obama nació en Hawái, de padre africano, y vivió parte de su niñez en Indonesia. Le quedan muy lejanos Latinoamérica y Europa. El presidente más viajero en su primer año en el cargo no ha tenido ocasión de visitar un país latinoamericano, a excepción del vecino México. Según The Economist, “Obama no tiene una política para América Latina”. De hecho de los sesenta asesores que tiene la Casa Blanca en política exterior, sólo cuatro son especialistas en Latinoamérica. El caso de Europa aun resulta más lamentable. No ha acudido al 20º aniversario de la caída del Muro de Berlín (cuando sí encontró tiempo para apoyar la candidatura olímpica de Chicago) y es evidente su falta de sintonía con los pesos pesados de nuestro continente. Cabía esperar esta relación de un presidente que lo primero que hizo al entrar en su despacho oficial fue hacer retirar una estatua de Winston Churchill puesta allí por Clinton, quien había sido estudiante en Oxford y sabía bien lo que representaban Inglaterra y Europa.