17/02/2011.- Si uno asiste a una sesión de control parlamentario como la de este miércoles, podría quedarse con la impresión de que España está al borde de sufrir una situación infartante como la italiana. No sé, en tal supuesto, a quién se le atribuiría el papel de Berlusconi –afortunadamente, creo que ninguno de nuestros políticos podría equipararse al archidesprestigiado ‘cavaliere’, que de ello, por cierto, tiene poco--, pero sí me parece que el clima que se retrata en los rifirrafes entre Gobierno y oposición podría ser similar al que se percibe en los combates del Parlamento italiano.
Y, así, escucho, lleno de pasmo, cómo nada menos que el vicepresidente del Gobierno y ministro del Interior, Alfredo Pérez Rubalcaba, le dice a la portavoz parlamentaria del grupo Popular, Soraya Sáenz de Santamaría: “si usted, perdón, la gente de su partido, no hubiera robado, a ver a cuántos desempleados podríamos haber contratado...”. Claro que, antes, la portavoz había dicho que “no hay fondos para los trabajadores autónomos porque antes se los había gastado el señor Chaves en el fondo de reptiles”. Los dos sabían perfectamente lo que decían, no se les escapó ni una sola palabra.
Así discurrió la sesión, dejando un hedor a corruptela y podredumbre que, me parece, no se corresponde con la realidad, por mucho ‘caso Gürtel’, por mucho ‘caso ERE andaluz’ y hasta por mucho ‘Faisan’ que estallen por los rincones. Cierto es que hay síntomas alarmantes de corrupción en la gestión de la cosa pública, pero creo que el debate entre los rivales políticos debe atenerse a los casos concretos, localizados en su justo ámbito. Porque me parece que ni es verdad que el hoy vicepresidente Chaves, antaño presidente de la Junta de Andalucía, haya dedicado los fondos de los autónomos a sufragar pensiones inmerecidas –aunque sí se hayan dado algunos ejemplos de desvío, que deben ser urgentemente denunciados y castigados--, ni el repugnante ‘caso Gürtel’ justifica acusar genéricamente de ‘robar’, sic, a “la gente” del PP.
Creo que la imagen exterior que hemos de presentar de España, y la que nosotros mismos debemos forjarnos de nuestro país, ha de incidir en una lucha ejemplar contra la corrupción, pero también en que nuestra clase política, en general, podrá ser más o menos competente, pero es básicamente honesta. Lo son –nadie podría discutirlo-- el presidente del Gobierno y todo su entorno. Lo son el líder del principal partido de la oposición y sus más cercanos colaboradores. Lo son los integrantes de la mayor parte de las fuerzas políticas. Lo son los magistrados –resulta nefasto insinuar que prevarican cada vez que sus decisiones no convienen a los intereses de un partido--, lo son las Fuerzas de Seguridad –y no comparto ese intento de expandir el criterio de que todo es un inmenso ‘caso Faisán’ cuando de la policía y la Guardia Civil se trata--.
Ya sé que no resulta demasiado popular decir estas cosas. Pero ese afán generalizado por tirar primeras piedras sobre la cabeza de ‘los políticos’, así, en general, siempre me ha parecido lesivo para la democracia. Tan lesivo, al menos, como, en el otro extremo, permitir que determinada clase política cometa todo tipo de abusos, errores y dejaciones, que se atribuya privilegios y sinecuras o que no trabaje lo suficiente al servicio del país. Una vez más, se nota la falta de un mínimo sentido del equilibrio que nos coloque donde nos corresponde estar. De acuerdo, no somos Alemania ni Francia, qué le vamos a hacer; pero, desde luego, esto tampoco es Egipto, contra lo que clamaba algún portavoz ‘popular’. Ni Italia, contra lo que sugería ayer el me temo que excesivamente tenso señor Pérez Rubalcaba. Esto, señores, es España, un gran país, para lo malo y también para lo bueno.